El origen de los calados parece estar localizado entre la frontera portuguesa y la
provincia andaluza y extremeña, dada la similitud de determinadas técnicas que
en el desarrollo insular, han encontrado una particular manera de manifestarse.
La
confección de los calados se realizó dentro de la unidad de producción
familiar, al menos hasta 1891, año en que comienza a organizarse bajo el
esquema de explotación estilo madeirense. Ya en 1901, el éxito productor y el
auge en la demanda externa, benefician la apertura de la primera casa
exportadora de calados insular.
El
principal centro receptor en esos momentos fue Londres, que además tenía el
monopolio en el abastecimiento de las materias primas para la industria.
La
mano de obra necesaria era eminentemente femenina, se obtenía básicamente, en
el ámbito rural, y concretamente, en las zonas dedicadas a monocultivos
agrícolas estacionales.
Sin
embargo, al acabar la Primera Guerra Mundial, la demanda de calados disminuyó
considerablemente, y el número de caladoras fue mermando progresivamente hasta
la década de 1950, momento en el que se crea la Sección Femenina, que reactiva
este tipo de producción, dándole mucho auge.
Ya
en la década de los años sesenta del siglo XX, la transmisión de conocimientos
y el mantenimiento del oficio de caladora jugó un papel relevante en los
Talleres de Artesanía creados por la Sección Femenina en las distintas islas
del Archipiélago. Situación que podemos transportar a nuestros días con la
creación de Talleres de Empleo y Casas de Oficios.
La
caladora realiza el trabajo dentro del ámbito doméstico, de manera que el
bastidor o telas del calado, puede estar ubicado en alguna de las dependencias
familiares. De esta forma, la artesana puede realizar su labor, de manera
complementaria, a otras tareas u ocupaciones del hogar.
Cuando
el bastidor que se utiliza es amplio, se recurre al uso de burras sobre las que
apoyar para mantener la obra en horizontal, y bien fijada.